¡Aquellas golondrinas del balcón del Adarve!
Las que estamparon por primera vez
el vuelo suicida en mis ojos.
Raudas, hendiendo el aire con sus fintas,
enfilaban pronto el abismo,
y ascendían de nuevo con vigor
hacia el espacio siempre en vilo.
Congelaban
mi tiempo
los escasos centímetros
para el irremediable choque
que, perplejo, lo estaba imaginando.
En un enigmático instante,
quizá una señal invisible
paralizó su movimiento,
también su recurrente canto,
mientras un sólido silencio
se me acercaba muy despacio.
(Flujos de voz que no cesan, Manuel Aguilera)