Recuerdo aquel
jazmín
en el umbrío
patio de la casa
abandonada. Sus
abiertos ojos
en las noches
más largas.
Tal vez, por su
genética,
descubrió que no
existen
las sombras sin
la luz.
Trepando por el
muro en una sucesión
de días y de
noches, se agazapó en sus hombros.
Desde allí
armonizó pacientemente
los diversos
matices de los días:
el tímido
despunte de la aurora,
el refulgente
mediodía, el frágil
sonrojo del
crepúsculo.
Bonachón, allí
siempre, con sus ojos
blancos, era
aceptado
cómplice —en el
silencio
del alma— de los
juegos
y de las
travesuras.
Cuánta luz trae
su mirada limpia
cuando asoma en
las noches
de recuento de
sombras.
(Y entre los abrojos pájaros de luz, Manuel Aguilera)