Publicado en la revista "El Celemín", nº 33, agosto de 2025.
San Agustín (Tagaste 354 – Hipona 430) está
considerado como uno de los primeros creadores del género autobiográfico con su
obra Confesiones, dividida en trece
libros con sus correspondientes capítulos[1].
Cuenta su vida desde la infancia hasta que se convierte al cristianismo. Hombre
culto, profesor de Retórica, al mismo tiempo que trata temas como la moral, el
problema del mal, el neoplatonismo, el maniqueísmo, la memoria, el tiempo, el
Génesis, entra introspectivamente en comunicación con Dios arrepentido
sinceramente de su vida licenciosa. Refiere muy brevemente la relación que mantuvo
con una concubina, de la que tuvo un hijo (fruto del pecado, según él) llamado
Adeodato[2].
A pesar de que convivió con ella gran parte de su vida, amándose mucho, solo la
menciona muy escuetamente:
En aquellos años tenía yo una mujer unida a mí no por el que
llaman matrimonio legítimo, sino hallada por el errante ardor de una mocedad,
siempre horro de prudencia; pero una mujer sola, a quien guardaba la fidelidad
del lecho[3].
Y
más adelante vuelve a mencionarla:
Cuando fue arrancada de mi costado, como óbice de mi
matrimonio proyectado, aquella mujer con quien solía compartir el lecho, mi
pobre corazón se rasgó por la parte que se le adhería tiernamente, y quedó
vulnerado y corriendo sangre. Y ella volviose a África, haciendo a Vos voto que
no conocería ya otro varón y dejándome a mí el hijo habido en ella[4].
A su hijo lo
nombra repetidas veces a lo largo del libro; sin embargo, no menciona jamás el
nombre de ella ni su condición social que, con toda seguridad, pertenecería a
la clase humilde. Algunos críticos piensan que no quiso revelar su nombre por
respeto a ella[5].
Este silencio de Agustín ha generado siempre mucha curiosidad por parte del
lector, no muy conforme que fuera simplemente por respeto. Ambos se amaban,
tenían un hijo y eran conocidos en sus relaciones cotidianas. No parece que
tenga sentido ocultar su nombre. ¿Se podrá atribuir a la depuración de lo
material y pecaminoso en esa búsqueda de lo divino? No solamente ha silenciado
su nombre, también ha silenciado su voz. Ella acepta sumisa la separación, pero
¿qué sentimientos alberga en su interior buscando alguna justificación?, ¿cómo
puede perder, sin motivo, el amor del compañero y del hijo?
Como se puede
observar más arriba en el texto, él se vio obligado a abandonar esa relación.
La intervención de su madre, Mónica, fue decisiva. Había planeado casarlo con
«una doncellica, cuya edad era menor de dos años para ser casadera», sin duda
con la intención de una mejor posición social, y como el matrimonio para él no
tenía importancia ⸺ya que lo único que le atraía era saciar su concupiscencia⸺
se buscó otra relación «que durase hasta el advenimiento de la mujer prometida».
Y comenta «que no por esto se guarecía aquella íntima herida» que le había
ocasionado la separación de la primera mujer[6].
La situación de
la mujer en la etapa final del Imperio romano (siglos IV-V) continúa siendo,
como en siglos anteriores, de sometimiento al sistema patriarcal, sin decisión
para el casamiento o cualquier otro asunto personal. En un apartado titulado
“La perfecta casada”, muy significativo para entender el papel de la mujer
casada en la sociedad de entonces, Agustín pone como ejemplo la actitud de su
madre, santa Mónica, respecto a los maridos:
Llegada a la plenitud de los años de la nubilidad, entregada
a su marido, sirviole como a su señor
[...]. Y de tal manera soportó las injurias del tálamo, que nunca tuvo
contienda por ello con el marido desleal [...]. Finalmente, como fuese que
muchas matronas cuyos maridos eran más mansos mostrasen señalados y aun afeados
sus rostros con las huellas de los golpes y en las conversaciones con sus
amigas se quejasen de la brutalidad de sus maridos, mi madre, como por donaire,
reprendía la licencia de sus lenguas y les amonestaba que se acordasen que
desde el momento en que ellas habían oído la lectura de su contrato
matrimonial, debían considerarlo como el documento legal que las hacía
esclavas, y que por esto mismo, conscientes de su condición, no se debían ensoberbecer
ni gallear con sus maridos[7].
Este
pensamiento sobre la mujer poco cambió durante siglos. Se puede recordar La perfecta casada, de Fray Luis de
León, que ya en pleno siglo XVI traza el modelo de la mujer casada: espiritual,
fiel y obediente al marido, dedicada a las labores domésticas...
Se observa en
las Confesiones que el proceso de
conversión de Agustín al cristianismo fue intelectual y emocionalmente lento y
penoso, pedido a Dios por su madre con copiosas lágrimas, como él afirma. El tema
de la castidad era algo obsesivo, y una gran dificultad en el camino que
emprende en busca de la verdad: «Reteníanme las bagatelas de las bagatelas y
las vanidades de las vanidades, antiguas amigas mías, y me tiraban de mi
vestido de carne y me decían a sovoz. “¿Es, pues, cierto que nos dejas?” [...].
Y me decía la costumbre tirana: “¿Piensas que podrás vivir sin ellas?”»[8]. Definitivamente,
llegó al término del proceso reprimiendo no solo el placer carnal, sino
cualquier atisbo de placer percibido por los sentidos y que excediera la mesura,
y aceptó el celibato en una entrega total al amor divino. Este marca el punto
álgido de la perfección cristiana, muy por encima del amor humano, y así refiere
la anécdota de dos funcionarios agentes del emperador que se sienten atraídos
por la vida monacal y dejan a sus esposas, que se consagran a su vez a Dios[9].
El silencio que
deja San Agustín en sus Confesiones,
respecto a la mujer que amaba, es aprovechado por el escritor noruego Jostein
Gaarder (Oslo, 1952) para darle no solo voz, también nombre, en su novela Vita brevis (1996), subtitulada La carta de Floria Emilia a Aurelio Agustín[10].
La estructura en diez capítulos y, al frente de ellos, una introducción del
autor informando que en 1995, durante una visita a la Feria del Libro de Buenos
Aires, encontró en una librería de viejo una caja roja y sobre una etiqueta se
leía la inscripción Codex Floriae.
Dentro, un conjunto de hojas manuscritas en latín y, en una línea aparte, un
saludo en mayúsculas: “Floria Aemilia Aurelio Augustino Episcopo Hipponen-si
salutem”. Después de un estudio, se fecharon estas hojas hacia finales del XVI
y se procedió a la traducción en noruego, tarea muy difícil por carecer el
manuscrito de paginación.
Después de
esto, el sorprendido lector continúa la lectura no sabiendo que se trata de un
artificio literario ⸺difícil salir de él⸺ para conseguir que algo ficticio sea
creíble, que se tome como algo real. De esta manera, el novelista finge que no
es en realidad el autor, sino un traductor de un relato verdadero. Ya Cervantes
lo utilizó en el Quijote cuando finge
también que encontró un manuscrito de un historiador árabe, Cide Hamete
Benengeli, que narra la «verdadera historia» de don Quijote. Con este
artificio, Cervantes aparece como traductor de la obra.
Jostein Gaarder
utiliza el género epistolar para darle voz y nombre ⸺como se afirma más arriba⸺
a la concubina de Agustín que, habiendo leído sus Confesiones, se siente obligada a escribirle. Tras el saludo
inicial de “Floria Emilia saluda a Aurelio, obispo de Hipona”, una intensa voz,
unas veces con tono dolorido, otras irónico o amoroso, se propaga por el texto
refutando minuciosamente sus pensamientos. Lógicamente, para poder refutar los
argumentos de San Agustín, esta voz femenina es firme, bien asentada en la
cultura de la época. Sus argumentos van respaldados con frecuentes alusiones a
la cultura clásica. Y así le responde a una cita de las Confesiones en la que afirma que él busca esencialmente la
sabiduría:
Esa sabiduría, Aurelio, es la que me ha impulsado a leer a
los filósofos y a los grandes poetas. He
leído también los cuatro evangelios [...]. Ahora soy considerada una mujer
erudita y se me permite instruir a otros aquí en Cartago [...]. ¿No te resulta
curioso que sea ahora yo quien enseñe Retórica?[11].
La crítica de
Floria Emilia se centra principalmente en la obsesión de Agustín por lo
pecaminoso, subestimando el amor humano, incluso el placer sensorial, no
gozando así de todos los estimables valores que nos ofrece esta vida tan breve,
que por ello hay que vivirla con intensidad. Hermoso texto el siguiente expresando
un profundo deseo de cambio:
¡Sal afuera, Aurelio; sal afuera y túmbate bajo una higuera.
Abre tus sentidos, aunque solo sea por una última vez! Hazlo por mí y por todo
lo que nos dimos el uno al otro. Respira hondo, escucha el canto de los
pájaros, mira el firmamento e inhala todos los olores. Todo eso es el mundo,
Aurelio, está aquí y ahora. Aquí, ahora. Has estado en el laberinto de los
teólogos y los platónicos. Pero ya no, has vuelto a casa, al mundo, al hogar de
los seres humanos[12].
Vita brevis ofrece distintas
perspectivas de análisis, pero pienso que su autor ha pretendido transmitir
fundamentalmente el sentido simbólico de la obra. Floria Emilia simboliza la
evolución de la mujer a lo largo del tiempo en su lucha por la igualdad de
derechos, adquiriendo nombre ⸺es decir, dignidad⸺ y voz a través de la cultura.
Y todo ello con su esfuerzo, a pesar de los obstáculos en el trayecto. Una voz
liberada que se atreve a señalar que considera su carta
algo más que un saludo personal: es también una carta
dirigida al obispo de Hipona Regia [...], a toda la Iglesia cristiana por ser
tú hoy hombre con influencia[13].
Es decir, una
crítica que no se detenga en el ámbito particular, sino que alcance difusión en
la comunidad. Aduce más adelante: «Tengo miedo, Aurelio. Tengo miedo de qué
puedan llegar a hacer algún día los hombres de la Iglesia a mujeres como yo
[...]. Si Dios existe, que Él os
perdone. Tal vez un día seréis juzgados por todos esos placeres a los que
habéis dado la espalda»[14].
[1] Aquí no se entienden
libros como volúmenes. En la antigüedad se referían a secciones dentro de una
obra.
[2] La forma más correcta es
Adeodatus (dado por Dios), que aparece en textos más bien eclesiásticos.
[3]
Libro IV, cap. II, p. 122. Sigo traducción del original Sancti Aurelii Augustini Confessionum libri XIII por Lorenzo Riber,
Círculo de Lectores.
[4] Libro VI, cap. XV, p. 188.
[5] Prólogo, p. 33.
[6] Libro VI, cap. XII, p.186;
cap. XIII, pp.187- 89
[7]
Libro IX, cap. IX, pp. 261-62. Este texto recuerda la famosa frase de la Carta
a los Efesios: «Mujeres,
sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor», que tanta polémica ha
suscitado y que habría que estudiarla en su contexto.
[8] Libro VIII, cap. XI,
p.240.
[9] Libro VIII, cap. VI, pp.
232-33.
[10] Sigo la versión de
Ediciones Siruela (1997).
[11] Cap. I, pp. 27-8.
[12] Cap. X, p.124.
[13] Cap. II, p. 31.
[14] Cap. X, pp. 125-7.